Hendidura cósmica

06 abril 2007

carretera

Luego de casi media hora de que abandoné la autopista, la vivo, la degusto, la transito sin prisa. La tarde es cómplice de este instante de comunión con la carretera. Enclenque camino, raquítico en su cuerpo, lacerado, pero con una personalidad atractiva. Miro el reloj, casi dos horas desde que salí de casa. Solos mi alma y yo, mascullando esta pena, cabalgando hacia la nada.
Tomo una desviación más, otro camino aún más ignorado, más estrecho y desnudo de pavimento. Sólo el lago que se abre frente a mi ha podido detener esta huída.

Me bajo del coche y me siento en la tierra por largos, larguísimos minutos, aquí algunos matorrales y muy pocos árboles curiosos asisten a mirarme, intuyen que cargo algo, no se atreven a interrumpir mi autismo. El lago generoso me brinda su mejor faceta y el sol con indiferencia se retira desganado, anciano cansado.

Desde niño me fui haciendo de este vicio, no había mayor anhelo que acompañar a mi padre (comerciante) en sus viajes. Interminables horas en la carretera, muchas veces en silencio. Metiendo cientos de nubes, de plantas extrañísimas y de pueblos con inverosímiles nombres en mi memoria.

Es tarde, regreso al coche y vuelvo a recorrerla, saboreando cada metro, ahora con música, ahora más tranquilo, jugueteo con sus baches, nos enredamos en un tango amable mientras termina de morir el día.

Reoriento mi rumbo al encuentro con un amigo exiliado en las montañitas de Tepozotlán, él sabe que la pena se anidó en mi garganta, y su manera de sacarla es echándole alcohol. En ese momento nos convertimos en dos fugitivos medievales ocultos en esa estructura a medio construir del pequeño imperio de su familia, sin mas luz que una fogata, sin mas compañía que un par de perros y sin mas techo que la bóveda del cielo, huyendo de la aplastante cotidianidad, y del mismo dolor que nos aqueja a los dos, el dolor que solamente una mujer nos puede producir (no la misma mujer, claro).

No esperaba menos de lo que un amigo te puede ofrecer, una exquisita cena que cocinamos en la tapa de un tambo, un cartón de cervezas y la música para adoloridos que extraíamos de su coche convertido en sinfonola.

Cuando terminamos la última cerveza, me ofreció una botella de vodka. –Wey pero vamos por ella a la cabaña- y nos echamos a andar en su temerario vocho, con la música de trova (para adoloridos) inundando nuestros oídos, por los pedregosos caminos de las montañitas de Tepozotlán, internándonos en la espesura de la noche, dejando una parte del dolor tirada en la carretera.
posted by Jorge Luis at 3:13 a.m.

1 Comments:

Cada que vengo, me inundo de nostalgia.
Tienes un "no sé qué- que qué sé yo"
que me encanta.

I fucking miss you.

Seguiré rondando por este espacio... mientras lo mantengas vivo.

PD: me gustó la foto del museo ii

Besos!

12:37 p.m.  

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