Hendidura cósmica
22 abril 2007
el vagón
En un preciso instante de día, a una hora sólo conocida por unos cuantos, recorre los andenes abigarrados del metro. Los vendedores ambulantes saben que existe y evitan a toda costa subir a ese vagón ni siquiera por error, lo saben perfectamente, a esa hora vaga entre la mañana y el mediodía.
A la cita con el vagón, llegan una a una las personas que han recorrido por mucho los túneles de la vida, los que han ido más allá del gozo, de la sorpresa de la alegría, del amor y el desamor. Han pasado una y otra vez por las habitaciones donde alguna vez encontraron pequeñas dosis de felicidad, envenenándose cada vez un poco en cada habitación, intoxicándose de esa sustancia espesa y gris que es el tedio, el hartazgo por vivir. Han ido y venido, reorientando su rumbo, buscando siempre, pero cegados por el brillo falso de saberse poseedores –de personas y de objetos-, escudriñando en las entrañas de la humanidad y no encontrando nada más que miseria.
No se conocen entre sí, pero se reconocen. A penas se miran y lo hacen con cierto desdén, se saben graduados de la vida y caminan lento, con dificultad entre la gelatinosa luz verde del andén. Cuando el vagón se detiene, entran con aturdida resignación, miran alrededor y se acomodan en un rincón mientras viajan a su ineludible destino. Se respira un tufo lúgubre, saben que el vagón regresará vacío esperando al siguiente puñado de seres cansados que de alguna manera supieron del vagón que lleva a la muerte.
20 abril 2007
diez palabras (actualización)
mandarina
iridiscente
vórtice
río
luz
ombligo
cósmico
azul
bombón
se han publicado con el número 398 aqui
12 abril 2007
fast and tedius
Ni el viento de la madrugada que responde violento al embate del coche, golpeándome la cara, erosionándome los ojos, puede sacarme esta desazón, íncubus desafiante, eterno celador de esta prisión que me rodea a donde quiera que voy.
Por un instante brevísimo vislumbro la forma de cambiar de realidad, si tan sólo pudiera ir más rápido, que mis átomos pudieran disolverse en el viento, esparcir en el cielo la materia con que estoy hecho, fundirme con el cosmos, pero éste armatoste no da más, tan solo una vuelta brusca al volante…
El flash del radar, ¡mierda! ahora tengo que pagar una multa de transito.
06 abril 2007
carretera
Tomo una desviación más, otro camino aún más ignorado, más estrecho y desnudo de pavimento. Sólo el lago que se abre frente a mi ha podido detener esta huída.
Me bajo del coche y me siento en la tierra por largos, larguísimos minutos, aquí algunos matorrales y muy pocos árboles curiosos asisten a mirarme, intuyen que cargo algo, no se atreven a interrumpir mi autismo. El lago generoso me brinda su mejor faceta y el sol con indiferencia se retira desganado, anciano cansado.
Desde niño me fui haciendo de este vicio, no había mayor anhelo que acompañar a mi padre (comerciante) en sus viajes. Interminables horas en la carretera, muchas veces en silencio. Metiendo cientos de nubes, de plantas extrañísimas y de pueblos con inverosímiles nombres en mi memoria.
Es tarde, regreso al coche y vuelvo a recorrerla, saboreando cada metro, ahora con música, ahora más tranquilo, jugueteo con sus baches, nos enredamos en un tango amable mientras termina de morir el día.
Reoriento mi rumbo al encuentro con un amigo exiliado en las montañitas de Tepozotlán, él sabe que la pena se anidó en mi garganta, y su manera de sacarla es echándole alcohol. En ese momento nos convertimos en dos fugitivos medievales ocultos en esa estructura a medio construir del pequeño imperio de su familia, sin mas luz que una fogata, sin mas compañía que un par de perros y sin mas techo que la bóveda del cielo, huyendo de la aplastante cotidianidad, y del mismo dolor que nos aqueja a los dos, el dolor que solamente una mujer nos puede producir (no la misma mujer, claro).
No esperaba menos de lo que un amigo te puede ofrecer, una exquisita cena que cocinamos en la tapa de un tambo, un cartón de cervezas y la música para adoloridos que extraíamos de su coche convertido en sinfonola.
Cuando terminamos la última cerveza, me ofreció una botella de vodka. –Wey pero vamos por ella a la cabaña- y nos echamos a andar en su temerario vocho, con la música de trova (para adoloridos) inundando nuestros oídos, por los pedregosos caminos de las montañitas de Tepozotlán, internándonos en la espesura de la noche, dejando una parte del dolor tirada en la carretera.